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El derecho al suicidio

María Mercedes Carranza dio un ejemplo que conviene afrontar con franqueza y sin prejuicios.
Se cumple un año de aquel día en que me llamó una emisora colombiana. Eran las 2 p.m. en España y las 7 a.m. en Bogotá, y siempre me aterran esas llamadas porque nunca son para dar buenas noticias. Esta tampoco.
–Quisiera su opinión sobre la muerte de María Mercedes Carranza –me pide el encargado de perseguir personajes–. Falleció de infarto esta madrugada, ¿no sabía?
No, no sabía. Quedo paralizado y le pido tiempo para llorar la noticia con mi mujer. Desde la universidad fui cercano amigo de María Mercedes. Teníamos gustos peculiares: la poesía, los almuerzos divertidos, levantarse temprano. Mientras viví en Bogotá, nuestra primera llamada era antes de las seis. También compartimos un puñado de amigos a los que quisimos entrañablemente y se fueron yendo. Como ella esa madrugada en que decidió que no le daba la gana envejecer.
La víspera hablamos por última vez. Me encargó libros a mí, una loción de belleza a mi mujer y nos puso al día en materia de novedades familiares. Lo habitual. Doce horas después escribió una carta de despedida a su hija Melibea, se atiborró de pastillas y ya no se despertó más.
El que se hubiera quitado la vida escandalizó a algunos conocidos que pretendieron ocultarlo con la fácil coartada del infarto. Pero poco tardó la familia en hacer lo que ella habría hecho, que era decir la verdad. Así se publicó el día de sus funerales, y nadie le negó una oración ni una pira funeraria, como antes ocurría, porque poco a poco la sociedad ha aprendido a respetar la voluntad del suicida.
Me sorprendió, por ello, el pudor innecesario con que muchas publicaciones escondieron el hecho al aparecer un excelente libro de su obra completa con motivo del primer aniversario de la muerte. Uno podrá estar de acuerdo o no con su determinación, pero solo cabe aceptarla en la totalidad de su significado. Alguien que defendió siempre la libertad, la ejerció para poner fin a su existencia. El cristianismo condena el suicidio, y sostiene que solo Dios es amo de la vida. Sin embargo, santifica a quien se inmola por una causa noble: el mártir, el anacoreta que deja de comer por dedicarse al rezo, el que se lanza al mar bendiciendo a Dios para evitar que lo atrapen los feroces infieles. ¿Por qué ese derecho es respetable y no el de quien muere para evitar que lo atrapen la enfermedad, la vejez, la soledad, la depresión, más feroces que los infieles? ¿Quién puede asegurar que el suicida no es también un instrumento de la voluntad de Dios?
Pero no solo hay que reivindicar el derecho al suicidio desde una ética religiosa, sino, sobre todo, desde una perspectiva humanística. Es la única manera de que la ética siga en pie aunque llegare a faltar Dios en las creencias personales. Contra toda superstición y todo absolutismo, la sociedad ha aceptado paulatinamente ciertos actos de libertad que en el futuro serán tan obvios e indiscutibles como es hoy el derecho a un juicio justo o a escoger cónyuge. Algunos países abren tímidamente las puertas a la eutanasia, entendida, para que no haya dudas, como la decisión de acabar con la vida propia cuando esta padece un deterioro severo e irreversible. (La eutanasia por cuenta ajena o contra la voluntad propia se llama homicidio y, si se proyecta sobre comunidades, recibe el nombre de genocidio: no nos dejemos confundir.)
Cine y literatura han dado valientes pasos en tal sentido. El enterrador, hermoso libro de Thomas Lynch, defiende el derecho a ayudar a quien quiere morir. En la pantalla replantean la eutanasia Las invasiones bárbaras y Mar adentro, película de próximo estreno que narra la historia de Ramón Sampedro, un tetrapléjico español que durante 29 años rogó a la ley que lo autorizara a quitarse la vida –si la suya podía llamarse así– y al final, ante la incomprensión de las autoridades, cumplió su ideal con ayuda de un amigo anónimo.
María Mercedes Carranza se quitó la vida hace un año porque quiso, porque fue un ser libérrimo. Y lo hizo después de dejarnos una obra que hoy resulta imprescindible para sentir lo que es Colombia.

Una catástrofe social
Como el sismógrafo detecta un terremoto, el Índice de Desarrollo de la ONU acaba de medir el colosal desplome de las clases medias y pobres colombianas. Es una tragedia social mayor que cualquier calamidad de la naturaleza. Caímos del lugar 64 al 73 en la lista de desarrollo; el producto por habitante se redujo de 7.040 dólares anuales a 6.370; aumentó el porcentaje de miseria; se amplió aún más la brecha entre ricos y pobres. Son cifras del 2002, anteriores al actual gobierno, que confirman la magnitud de la catástrofe social, económica y de orden público provocada por el gobierno de Pastrana. Pero el de Álvaro Uribe podría empeorar las cosas si sigue soslayando la inversión social.

TLC, foros y la pobrecita CIA

Tres trepidantes temas de una semana con más de una sorpresa.


En los últimos días la página editorial de este diario se volvió fuente de suculentas noticias. Un artículo del jefe de negociadores en el TLC, Hernando José Gómez, y una carta del presidente de la Casa Editorial EL TIEMPO, Luis Fernando Santos, ofrecieron sendas chivas sobre los acuerdos de biopatentes con Estados Unidos y los foros de eltiempo.com.

Gómez señaló el 9 de julio que "los países andinos nos oponemos vehementemente al patentamiento de plantas y animales, ya que, entre otras razones, es totalmente ajeno a nuestra tradición jurídica y nuestra ética". Lo que venían exigiendo diversos sectores de opinión nacionales se hará, pues, realidad: Colombia no suscribirá cláusula alguna que apruebe las biopatentes. Es una buena noticia, que encierra otra no menos positiva: gracias a las voces que claman por un TLC transparente, a las informaciones de la prensa y -digámoslo- a la buena disposición de los negociadores, los temas del tratado de libre comercio se están ventilando en público antes de firmarlo. Algo es algo.

Menos tranquilo quedo con otros comentarios del doctor Gómez. En forma algo candorosa sostiene: "No es cierto que Estados Unidos viene en la negociación a apropiarse de la diversidad de Colombia". Damas y caballeros: Estados Unidos viene por todo lo que pueda llevarse. Otra cosa es que se le permita. A nuestro Gobierno le cuesta mucho trabajo darle un no a Washington, pero confío en que tendrá entereza para hacerlo cuando sea preciso. Chile vaciló a la hora de denunciar las biopatentes y el robo de la sabiduría tradicional, y lo clavaron a fondo en el TLC. Bien saben nuestros negociadores -sobre los cuales leo elogiosos avales- que el arte del carameleo es como el póker, y es posible ceder ante determinados cañazos. Hace unos años, con el anzuelo de otorgarle ciertas preferencias, Estados Unidos logró que Colombia firmara un decreto que prohíbe imitar medicamentos a precios económicos. Lo hicimos, nos felicitaron en inglés y quedamos dichosos. Pero Ecuador y Perú se negaron, y consiguieron lo mismo.

Agrega Gómez que un acuerdo sobre derechos científicos permitirá controlar a través de las leyes norteamericanas a los biopiratas internacionales. Quisiera saber cómo lo harán, porque hasta ahora la oficina de patentes de Estados Unidos es cómplice de las incursiones filibusteras. Allí aprobaron las patentes de numerosos productos tradicionales que hoy son marcas registradas y tienen demandados a agricultores del Tercer Mundo por "hurto de derechos": el gato hablando de bigotes. El grupo negociador colombiano cuenta con el famoso "cuarto de al lado", donde emiten sus opiniones empresarios, asesores, gremios y economistas. Espero que también habrá allí un lugar para expertos en medio ambiente, ONG alternativas y críticos del Tratado que ayuden a encauzar el capítulo de la biodiversidad.

De todos modos, es síntoma alentador que los negociadores expliquen, dialoguen y den la cara.

Contra los zaguanes oscuros


La carta de Luis Fernando Santos coincide en muchos de los puntos que sostiene este columnista en favor de la tolerancia en la versión internética de este diario (eltiempo.com) y en contra de la creencia de que no conviene tocar los foros-cloaca porque "el país es así". Se trata, justamente, de evitar que siga siéndolo.

En primer lugar, reconoce la necesidad de establecer la inscripción obligatoria (supongo que con la correspondiente identificación), como hacen los principales diarios del mundo. Esto entorpecerá la labor de insultadores y amenazadores anónimos, como el que en abril provocó una justificada lluvia de quejas de la comunidad judía por su defensa racista del genocidio nazi. En segundo lugar, descarta la posibilidad de desterrar del .com a los columnistas opuestos a los foros descontrolados, fórmula aberrante que equivaldría a garantizar la libertad de insulto y asfixiar la de expresión. Por último, Santos declara su optimismo acerca del futuro del .com y de los foros, perspectiva que comparto con entusiasmo.

Para demostrarlo, aguardo solo a que se instaure la inscripción previa para reabrir el foro de Cambalache. Mientras tanto, sigo pensando que resulta absurdo invitar a alguien a tu casa si en la oscuridad del zaguán lo acechan para darle garrotazos.

Pobrecita CIA

El Senado estadounidense extendió el viernes un cuasicertificado de defunción a la CIA. Conviene leer las conclusiones del informe sobre el papel de la agencia en la guerra de Irak para entender cuánto puede equivocarse una potencia en sus actuaciones. Incomunicación, falta de agentes idóneos, informadores chimbos, mentiras, aislamiento, egoísmo, deducciones gratuitas y posible ductilidad ante las presiones políticas. He ahí los huesos de la actual radiografía de la otrora temible agencia, que tumbaba gobiernos, infiltraba células comunistas y embarcaba a intelectuales de izquierda en una revista para hacerlos luego naufragar.

No puedo negar que siento un alivio. Lo deplorable es que cuando funcionaba bien, la CIA patrocinaba guerras. Y ahora, cuando funciona mal, hace exactamente lo mismo.

Bienvenidos a la magia del horror

La alta tecnología deja al desnudo la vil naturaleza humana.

La globalización nos permite acceder a la magia de la comunicación universal; y también a los espeluznantes horrores que comete el hombre en todas las esquinas del planeta. Gracias a tecnologías que se mueven a la velocidad de la luz hemos regresado ya a las más oscuras cavernas morales.

La televisión por satélite fue instantánea difusora mundial de las imágenes de La Gabarra, donde los cadáveres amoratados se amontonaban bajo una sinfonía funeral de moscas. Mientras tanto, prosigue el desfile de torturas “aceptables” en la cárcel de Abu Ghraib: hombres aterrados, avergonzados, golpeados, vejados. La magia de las video-cámaras ha hecho posible el pavor de estas imágenes.

No lejos de allí, también en Irak, Al Qaeda nos regala el patético llanto de un pobre rehén surcoreano que grita “¡Quiero vivir!” horas antes de que los encapuchados le corten la cabeza. Todos tuvimos el privilegio de verlo y oírlo desde nuestras poltronas. Había una cámara doméstica dispuesta a recoger el espanto, para que nuestros descendientes no olviden la clase de personas que habitábamos este planeta al amanecer el siglo XXI.

Desde el Medio Oriente, azotado por bombas de Israel y explosiones de suicidas palestinos, un hombre de barba blanca y camisa a cuadros hace enmudecer a los espectadores planetarios. Se le acusa de colaborar con el enemigo, y la muchedumbre pide su muerte. Cuatro militantes de las brigadas Al Aqsa le dan gusto: lo ejecutan a tiros en plena calle, frente a los periodistas.

Gracias a las maravillas de la fotografía digital desfilan las imágenes de niños destrozados, ciudadanos sin piernas, mujeres abatidas por morteros, invitados a una boda trocada en masacre, rascacielos que se desploman, estaciones de tren que se convierten en cementerio, ejecución de rehenes, soldados inermes a quienes se decapita, tanques que aplastan aldeas, muchachos que tiran piedras y de repente reciben un disparo en el corazón, suicidas que -acabamos de verlo- vuelan en pedazos en un atentado pero antes se despiden del respetable público. Todo ocurre ante nuestros ojos. Todo denuncia la naturaleza bestial del ser humano. Todo en muerto y en directo.

Lo decía hace poco el escritor estadounidense Kurt Vonnegut con aniquilador sarcasmo: “Una de las cosas buenas de los tiempos modernos es que si alguien muere de manera horrorosa en la televisión, al menos no murió en vano: nos entretuvo unos minutos”.

No podemos olvidar que, más allá de los argumentos salvajes de Al Qaeda, de la guerra ilegítima de George Bush, de los guerrilleros y paramilitares a quienes no les tiembla la mano para fusilar campesinos, de los cohetes israelíes de alta precisión que pulverizan líderes enemigos cuando van con sus familias y de los “mártires” que estallan dinamita en las puerta de las escuelas, se agazapa el ser humano. Ciertas ideas pueden ser perversas, pero no existen solas. Alguien las produce, alguien las ejecuta.

“Somos animales indignos de confianza, mentirosos y codiciosos”, sentencia Vonnegut. “Ningún hombre merece que se crea en él: su traición, en el mejor de los casos, solo espera una tentación suficiente”, señala H. L. Mencken “La Historia es el registro de los crímenes, locuras y desventuras de la humanidad”, escribe Edward Gibbon.

La más reciente y dolorosa muestra de nuestra deleznable condición ocurre ahora mismo en África, pero le falta, lamentablemente, el encanto de la televisión en colores. Casi en silencio, casi a escondidas de todos, sin periodistas que atisben y sin cámaras que graben, el gobierno de Sudán y su pandilla paramilitar Janjahuid llevan un año perpetrando una pavorosa “limpieza étnica” y provocando la peor crisis humanitaria del mundo. Son los mahometanos árabes de Kartum, que pretenden exterminar a los mahometanos negros de Darfur, en el occidente del país. Las balas han asesinado a unas 30.000 personas, y el hambre pronto dará cuenta de millones más.

“Cientos de niños han comenzado a morir en Darfur”, anuncia alarmada la BBC de Londres. La ONU y Washington acaban de interesarse por primera vez en el asunto. Pero todavía faltan muchos muertos, muchas moscas y mucha magia tecnológica para que Sudán nos impresione y nos duela a todos. Por lo pronto, estos negros esqueléticos son incapaces de desplazar las noticias de las bodas reales y el cumpleaños del Pato Donald.

El corralito de carbón

El periodista CarlosVillalba Bustillo denuncia el crimen ecológico que se consumará cuando la firma Muelles El Bosque empiece a exportar carbón desde el corazón de Cartagena en contra de la lógica ambiental y de una orden del Presidente, que prohibió el atentado en un foro público. Algo intimidó luego al doctor Uribe, que reculó en su decisión; y algo tiene brutas, ciegas, sordomudas, torpes, trastes, testarudas a las autoridades locales, que parecen dispuestas a tolerar semejante agravio al más valioso patrimonio turístico de Colombia. Ese algo es, según Villalba, “Papa Hernán”: Hernán Echavarría Olózaga, poderoso gurú de la ultraderecha empresarial y directivo de la firma que teñirá de negro la imagen y el mapa de la ciudad Heroica. “Oh, sí, de Cartagena la sumisión es mucha…”