La alta tecnología deja al desnudo la vil naturaleza humana.
La globalización nos permite acceder a la magia de la comunicación universal; y también a los espeluznantes horrores que comete el hombre en todas las esquinas del planeta. Gracias a tecnologías que se mueven a la velocidad de la luz hemos regresado ya a las más oscuras cavernas morales.
La televisión por satélite fue instantánea difusora mundial de las imágenes de La Gabarra, donde los cadáveres amoratados se amontonaban bajo una sinfonía funeral de moscas. Mientras tanto, prosigue el desfile de torturas “aceptables” en la cárcel de Abu Ghraib: hombres aterrados, avergonzados, golpeados, vejados. La magia de las video-cámaras ha hecho posible el pavor de estas imágenes.
No lejos de allí, también en Irak, Al Qaeda nos regala el patético llanto de un pobre rehén surcoreano que grita “¡Quiero vivir!” horas antes de que los encapuchados le corten la cabeza. Todos tuvimos el privilegio de verlo y oírlo desde nuestras poltronas. Había una cámara doméstica dispuesta a recoger el espanto, para que nuestros descendientes no olviden la clase de personas que habitábamos este planeta al amanecer el siglo XXI.
Desde el Medio Oriente, azotado por bombas de Israel y explosiones de suicidas palestinos, un hombre de barba blanca y camisa a cuadros hace enmudecer a los espectadores planetarios. Se le acusa de colaborar con el enemigo, y la muchedumbre pide su muerte. Cuatro militantes de las brigadas Al Aqsa le dan gusto: lo ejecutan a tiros en plena calle, frente a los periodistas.
Gracias a las maravillas de la fotografía digital desfilan las imágenes de niños destrozados, ciudadanos sin piernas, mujeres abatidas por morteros, invitados a una boda trocada en masacre, rascacielos que se desploman, estaciones de tren que se convierten en cementerio, ejecución de rehenes, soldados inermes a quienes se decapita, tanques que aplastan aldeas, muchachos que tiran piedras y de repente reciben un disparo en el corazón, suicidas que -acabamos de verlo- vuelan en pedazos en un atentado pero antes se despiden del respetable público. Todo ocurre ante nuestros ojos. Todo denuncia la naturaleza bestial del ser humano. Todo en muerto y en directo.
Lo decía hace poco el escritor estadounidense Kurt Vonnegut con aniquilador sarcasmo: “Una de las cosas buenas de los tiempos modernos es que si alguien muere de manera horrorosa en la televisión, al menos no murió en vano: nos entretuvo unos minutos”.
No podemos olvidar que, más allá de los argumentos salvajes de Al Qaeda, de la guerra ilegítima de George Bush, de los guerrilleros y paramilitares a quienes no les tiembla la mano para fusilar campesinos, de los cohetes israelíes de alta precisión que pulverizan líderes enemigos cuando van con sus familias y de los “mártires” que estallan dinamita en las puerta de las escuelas, se agazapa el ser humano. Ciertas ideas pueden ser perversas, pero no existen solas. Alguien las produce, alguien las ejecuta.
“Somos animales indignos de confianza, mentirosos y codiciosos”, sentencia Vonnegut. “Ningún hombre merece que se crea en él: su traición, en el mejor de los casos, solo espera una tentación suficiente”, señala H. L. Mencken “La Historia es el registro de los crímenes, locuras y desventuras de la humanidad”, escribe Edward Gibbon.
La más reciente y dolorosa muestra de nuestra deleznable condición ocurre ahora mismo en África, pero le falta, lamentablemente, el encanto de la televisión en colores. Casi en silencio, casi a escondidas de todos, sin periodistas que atisben y sin cámaras que graben, el gobierno de Sudán y su pandilla paramilitar Janjahuid llevan un año perpetrando una pavorosa “limpieza étnica” y provocando la peor crisis humanitaria del mundo. Son los mahometanos árabes de Kartum, que pretenden exterminar a los mahometanos negros de Darfur, en el occidente del país. Las balas han asesinado a unas 30.000 personas, y el hambre pronto dará cuenta de millones más.
“Cientos de niños han comenzado a morir en Darfur”, anuncia alarmada la BBC de Londres. La ONU y Washington acaban de interesarse por primera vez en el asunto. Pero todavía faltan muchos muertos, muchas moscas y mucha magia tecnológica para que Sudán nos impresione y nos duela a todos. Por lo pronto, estos negros esqueléticos son incapaces de desplazar las noticias de las bodas reales y el cumpleaños del Pato Donald.
El corralito de carbón
El periodista CarlosVillalba Bustillo denuncia el crimen ecológico que se consumará cuando la firma Muelles El Bosque empiece a exportar carbón desde el corazón de Cartagena en contra de la lógica ambiental y de una orden del Presidente, que prohibió el atentado en un foro público. Algo intimidó luego al doctor Uribe, que reculó en su decisión; y algo tiene brutas, ciegas, sordomudas, torpes, trastes, testarudas a las autoridades locales, que parecen dispuestas a tolerar semejante agravio al más valioso patrimonio turístico de Colombia. Ese algo es, según Villalba, “Papa Hernán”: Hernán Echavarría Olózaga, poderoso gurú de la ultraderecha empresarial y directivo de la firma que teñirá de negro la imagen y el mapa de la ciudad Heroica. “Oh, sí, de Cartagena la sumisión es mucha…”